No es una de las escritoras que me haya influido ―la conocí demasiado tarde, después que salí de Cuba, cuando ya había publicado cinco libros―, pero desde que descubrí su prosa ardiente y precisa en ese clásico suyo de ciencia ficción que es Temblor, no he dejado de leerla con un fervor que no me avergüenza reconocer. Da igual que se trate de textos ensayísticos que de novelas, Rosa Montero es una de mis escritoras favoritas.
Sus dos últimas novelas ―que leí una detrás de la otra― no podían ser más disímiles: Historia del Rey Transparente, una dramática aventura medieval, y Lágrimas en la lluvia, un thriller futurista de ese género que, aunque sólo ha cultivado tres veces en su extensa narrativa, se le da tan bien: la ciencia ficción. Pocas veces he leído dos obras de un mismo autor que, siendo tan diferentes en su trama e intenciones, atrapen de manera tan absoluta.
En los últimos años he cogido la costumbre de demorarme leyendo los libros que me gustan mucho para que no se acaben tan rápido, porque siento que cada día escasean más los buenos libros. O al menos, los que me dejan satisfecha. Sin embargo, por mucho que intenté “ahorrar” esas dos novelas, que invitaban a ser saboreadas línea a línea, las páginas volaron bajo mis ojos sin que pudiera evitarlo.
Había guardado el ejemplar de Historia del Rey Transparente que la propia Rosa me regalara autografiado durante nuestro último encuentro en la Feria del Libro de Miami, hace ya un año. Casi siempre coincidimos en ferias o eventos literarios. A veces transcurren años entre uno y otro, pero cada vez que volvemos a vernos me da la impresión de que hace apenas unas horas que nos despedimos. Es como si retomáramos una conversación interrumpida en otra vida. Fue así desde nuestro primer almuerzo en Madrid… Esta vez, a la alegría del reencuentro, se sumó el regalo del libro y de su generosa dedicatoria. Rosa, con su infinita amabilidad de siempre, no permitió que yo lo comprara. Así, pues, me llevé ese tesoro a casa y comencé a leerlo de inmediato, pero no… Siguiendo mi perversa costumbre, lo dejé en un estante de la biblioteca para regodearme con la golosina que me esperaba. Lo miré semana tras semana, demorando el instante en que lo leería, saboreando la promesa de esa lectura con fruición casi masoquista, sin otra justificación que la de saber que ahora tenía un nuevo libro suyo que aún no había leído. Sólo me decidí a devorarlo cuando cayó en mis manos Lágrimas en la lluvia.
Pese a mis precauciones, leí la Historia del Rey Transparente sin poder detenerme, a ritmo de galope, como su inolvidable protagonista Leola, cabalgando entre nubes de polvo hacia una batalla. Terminé el libro como en un sueño, casi sin aliento. Y como atraída por la magia de algún fatídico anillo tolkiano, no pude evitar echarle una breve ojeada a la nueva novela, Lágrimas de lluvia, únicamente por curiosidad. Sólo quería saber cómo empezaba la historia, pues me había propuesto dejarla reposar varias semanas o meses hasta que volviera a sentir la necesidad de oxigenarme con una buena lectura. Craso error. No pude soltarla hasta el final.
Así, pues, me bebí ambas novelas en menos de lo que esperaba. Y heme aquí de nuevo, buscando desesperadamente otro libro que vuelva a dejarme esa sensación de eufórica exaltación. No quiero un texto pasable ni bueno, sino un libro mayúsculo, una historia cargada de potencia y enigmas, capaz de narrar la crueldad y las pérdidas con una belleza traslúcida; una novela que logre conectarme con lo más profundo de nuestra psiquis y nuestros deseos, mientras sus personajes se mueven por un pasado perdido o un futuro que quizás nunca llegue; un relato con alma y carne y delirio; un sueño vívido narrado con una prosa llameante y prístina, como esos que suele escribir Rosa Montero.
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