El japonés Haruki Murakami es, hoy por hoy, uno de los escritores más originales de las últimas décadas. Desde que lo descubrí, no ha cesado de fascinarme. Cada uno de sus libros es un viaje a realidades fracturadas y mágicas, donde la lógica y el tradicional pensamiento lineal no encuentran asidero. Sin embargo, la cotidianeidad en que se mueven sus personajes es la misma que conocemos. ¿Cómo pueden conjugarse ambas cosas? Para hallar una respuesta, debemos observar nuestra época.
Vivimos en un universo que son muchos a la vez, como si las leyes cuánticas, propias del mundo subatómico ―donde ocurren fenómenos casi paranormales―,
se hubieran instalado entre nosotros. La realidad se ha convertido en un caos. O al menos, lo parece. Cuando miramos en torno, percibimos cómo todo se transforma de minuto en minuto.
Ninguna otra generación ha cambiado tanto como la nuestra, tecnológicamente hablando. Quienes nacimos en una época donde sólo era posible comunicarse por teléfonos de línea, escuchar música en discos de vinilo o ver televisión en blanco y negro, ahora no podemos imaginarnos el mundo sin celulares, Internet, iPods, o televisores con pantalla plasma. La tecnología avanza a velocidades supralumínicas. Las redes sociales no nos dan descanso. No sabemos qué hacer con tanta información. Y aunque aparentemente nos sintamos a gusto con todo eso, lo cierto es que, desde el punto de vista biológico y psicológico, nuestro cerebro no ha tenido tiempo para adaptarse a los cambios.
Nos hallamos ante múltiples encrucijadas en las que la acción de un individuo (o de un puñado) puede convertir el mundo en una maravilla o en un horror. Es la disyuntiva de nuestra época. Y el tema central en la narrativa de Murakami es, precisamente, la disyuntiva ante el caos que nos rodea; el peligro de equivocarnos a mitad de camino y llegar a un universo más complejo o peligroso aún.
Los personajes de Murakami suelen internarse por laberintos ―sociales o psíquicos― que desembocan en mundos llenos de peligros inasibles. Tales mundos son distorsiones de aquel donde habían vivido hasta el momento. Un paso en falso ha sido suficiente para llevarlos a una dimensión paralela. Los personajes se mueven en esas realidades fractales y cercanas a la ciencia ficción, mientras intentan regresar de nuevo a su mundo de origen, cuyo sendero perdieron en algún instante imprevisto.
Es algo con lo que podemos identificarnos. Y en esa medida, la literatura de Murakami es una metáfora sobre nuestra civilización. Sus historias cuentan la pérdida de un mundo que antes pareciera engañosamente permanente –el mismo que hasta la generación de nuestros padres había estado cambiando de manera imperceptible, pero que hoy nos arrastra hacia situaciones que no conseguimos aprehender del todo, ni sabemos cómo resolver.
De igual modo, sus personajes se hallan inmersos en un universo absurdo del cual no saben cómo escapar, pero cuya salida buscan desesperadamente. Casi siempre, la catarsis se produce cuando, en algún punto, hallan la salida… aunque eso no signifique su regreso a la realidad anterior, sino a otra algo menos amenazadora. Gracias a esa catarsis, el lector logra respirar con cierto alivio. No a pleno pulmón, pero sí lo suficiente como para que pueda mirar en torno y compruebe que, después de todo, no será el primero ni el último en sobrevivir a semejante caos.
Después de lo dicho, nadie vaya a pensar que los libros de Murakami son deprimentes, densos o aburridos ―por usar tres calificativos que podrían alejar a cualquier lector. Todo lo contrario, sus historias están llenas de imaginación, de giros inesperados, incluso de pinceladas de sorprendente humor. Olvidándonos de segundas lecturas que nos permitan indagar más allá del propósito de la anécdota, sus tramas poseen la magia, la inteligencia y la intriga suficientes para que la historia nos arrastre. Sólo eso haría de él un escritor que merece ser leído. Pero Murakami, por suerte, es mucho más que eso.
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