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Rutinas literarias

Leo en mis vacaciones, en los aeropuertos, en un avión, antes de dormir, cuando termino mi jornada de escritura, en la consulta médica, en el dentista, mientras ceno o almuerzo, en una luz roja, mientras espero a que pase un tren, frente a la televisión encendida.

Vuelvo a leer libros que me fascinaron cuando era joven, adolescente e incluso niña, para ver si me siguen gustando y qué efecto me producen ahora.

Compro más libros, aunque todavía tengo un centenar que no he leído.

Aprovecho mis visitas a las ferias y otros eventos literarios en diferentes países para buscar libros y autores que no encuentro en mi ciudad. Suelo llevar una lista de 6 o 7 títulos imprescindibles que quiero conseguir, dejando espacio para 5 o 6 imprevistos.

Desecho uno o dos de los títulos que pensaba llevarme porque, al hojearlos, no me parecieron tan buenos como decían. Cargo con 30 más que no estaban en la lista.

Antes de regresar, necesito comprar una mochila para llevar los libros que no me caben en la maleta.

Cuando llego a casa, reordeno mi biblioteca para dejar espacio a los títulos nuevos.

Me digo que debo comprar más libros digitales por falta de espacio en mi biblioteca.

Calculo que tengo más de 2.000 ebooks en el iPad, de los cuales he leído la tercera parte.

Salen nuevos títulos que tengo que conseguir, sí o sí.

Descubro a un nuevo autor que adoro de inmediato, y ahora tengo que comprarme TODOS sus libros.

Mi viejo iPad de 64 GB me avisa que se ha quedado sin espacio.

Borro varias aplicaciones para darle entrada a otros ebooks, entre ellos, varios del nuevo autor y los de otros tres escritores más que descubrí después.

A los tres meses, se repite la situación anterior.

Medio año más tarde, mi viejo iPad se ha quedado sin aplicaciones y sin espacio para nuevos ebooks.

Me compro un iPad de 256 GB. Sigo añadiendo ebooks.

Mientras tanto, no dejo de comprar y leer libros en papel que voy amontonando encima de los estantes de la biblioteca.

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Ha muerto Ray Bradbury, Maestro de Maestros

Acaba de salir la noticia en las redes, y el mundo del arte y la literatura, de la ciencia y la tecnología, de los visionarios y los soñadores más audaces, se visten de luto. Ayer martes 5 de junio, en horas de la noche, según confirmara su hija Alexandra, murió su padre Ray Bradbury, autor de las obras más representativas de la ciencia ficción mundial. Tenía 91 años de edad.

«Su monumental legado vive en sus libros, películas, series de televisión y obras de teatro», dijo su nieto Danny Karapetian. «Pero más importante aún, en las mentes y los corazones de todos los que lo leyeron, porque leerlo era conocerlo. Influyó a tantos artistas, escritores, maestros y científicos, que siempre es conmovedor y reconfortante escuchar esas historias».

Sus dos obras cumbres, Crónicas marcianas y Fahrenheit 451, han quedado como íconos de la imaginación y de la previsión sobre el futuro.

Mi ejemplar de «Crónicas marcianas», que conservo desde la adolescencia.

Crónicas marcianas, publicada en 1950, es un conjunto de relatos que forman el cuerpo de una misma historia. La trama gira en torno a la conquista humana del planeta Marte, donde una pacífica civilización termina siendo un moribundo y fantasmagórico recuerdo, destruida por la avaricia, la banalidad y la incultura de los exploradores. El libro es una denuncia poética contra la intolerancia y la colonización deshumanizada, contra el racismo y la estupidez humana.

Fahrenheit 451, publicado en 1953, retrata una sociedad en la que los libros son prohibidos e incinerados. Es un temible recordatorio de las piras de libros llevadas a cabo por la Inquisición católica, más tarde por los nazis, e incluso hoy por sociedades totalitarias y dictatoriales que siguen prohibiendo y destruyendo  libros «políticamente incorrectos» para sus intereses de control de las masas.

La novela, cuyo título surge de la temperatura a la que arde el papel, también ha resultado ser terriblemente profética. Los personajes se han vuelto adictos a las telenovelas y a la televisión en general, mientras usan unos pequeños audífonos con los que escuchan música y noticias todo el tiempo.

Durante muchos años, Bradbury intentó  evitar que su obra fuera publicada en forma de e-books. En una entrevista al New York Times dijo que los libros electrónicos «olían a combustible quemado» y calificó a Internet de «distracción inútil», añadiendo: «No le veo el sentido, no es real. Es algo que está en el aire».

Bradbury alrededor de los 30 años.

Muchos criticaron su postura anti-tecnológica, algo aparentemente contradictorio para un escritor de ciencia ficción. Pero la explicación es simple: son precisamente escritores como él quienes más han advertido contra el mal uso de las tecnologías que, muchas veces, terminan deshumanizando la sociedad y alejándola de sus orígenes naturales, cuando debería existir un equilibrio entre ambas opciones. No fue sino hasta el año pasado que, convencido por su agente de que los nuevos contratos no aceptarían una reimpresión en papel si no se incluía también la opción del e-book, que aceptó… y supongo que a regañadientes.

Bradbury (4 años)

Con sólo 3 años, ya había decidido ser escritor. Fue un lector compulsivo que siempre reconoció y agradeció otras influencias: «Me enseñó Shakespeare, me enseñó Julio Verne. Edgar Allan Poe me dijo que escribiera. Edgar Rice Burroughs y John Carter de Marte… H. G. Wells y El hombre invisible. Los grandes nombres fueron mi influencia y con ellos nunca necesité más consejo».

Con la muerte de Ray Bradbury, se cierra una época de oro para la ciencia ficción y para toda esa literatura cuyos pilares son la imaginación, la poesía y el humanismo. En un mundo cada día más violento, que pide a gritos una reforma del pensamiento social, económico y político a escala mundial, la impronta de escritores como él, que se rebelaron contra el modus vivendi y denunciaron las inmoralidades sociales y ecológicas del mundo en que vivimos, debería quedar como uno de los senderos rescatables del arte contemporáneo.

De cualquier modo, quienes crecimos leyéndolo y atesorando sus libros, volveremos una y otra vez a sus páginas. Cuando era adolescente, me aprendí de memoria párrafos enteros de sus Crónicas marcianas. Y si alguna vez ocurriera la terrible catástrofe temida por su autor –la desaparición total de los libros– me alegraré de haber seguido el ejemplo de los personajes de Fahrenheit 451, que guardaban en sus memorias bibliotecas completas de obras desaparecidas. Sé que al menos podré sentarme bajo el sol de algún atardecer y recitar de memoria esos pasajes que jamás he olvidado: «Tenían en el planeta Marte, a orillas de un mar seco, una casa con columnas de cristal….»

Poster inspirado en las «Crónicas marcianas», de Ray Bradbury

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¿Por qué no me gustan los e-books?

Uno de los mayores debates en estos tiempos ha sido la repentina revolución digital de nuestra cultura que ha irrumpido en un sector que se había mantenido casi estático desde hace cinco siglos. Con la excepción de algunas mejoras en el diseño, tipos de papel y tipografía de letras, el libro se había mantenido como una estructura básicamente igual desde los tiempos de Guttenberg, con tan escasas variaciones que se trata de un objeto fácilmente identificable, lo mismo si fue impreso en el siglo XV que en el XXI. Ahora, la revolución digital ha traído un concepto nuevo en el diseño y manipulación del libro: una pantalla del tamaño de una hoja de papel, capaz de almacenar en su interior una biblioteca completa: el e-book o e-reader.

Dicho así, de pronto, la idea resulta maravillosa. Es el sueño de cualquier lector obsesivo como yo. ¿Cuántas veces no tenemos que revisar nuestros libreros para deshacernos de los libros que leímos una vez y que ya no nos interesan, para dejar espacio a aquellos que atesoramos y de los cuales no queremos desprendernos? Almacenar miles de libros en un objeto que pesa unas onzas es algo que solo pudieron soñar los escritores de ciencia ficción.

El único problema del e-book es… que no es un libro. Al menos, como yo lo entiendo. Para empezar, uno no puede marcar, subrayar o comentar a gusto en los márgenes, usando lápices o plumas de colores. Por otro lado, cuesta mucho trabajo llegar a una página específica. Suelo tener una memoria eidética en lo que concierne a letras, y recuerdo muy bien por dónde estaba algo que leí y quiero repasar. Pero con el e-book, las páginas virtuales no funcionan igual que con un libro común. Se demoran mucho en pasar y no es posible manipularlo del mismo modo que un libro, en el que uno puede saltar de la página 300 a la 15 con apenas un leve gesto de los dedos. Con el e-book tampoco es posible tener varios libros abiertos a la vez mientras se hacen cotejos de datos para una investigación. Por cierto, hay estudios que demuestran que la nueva generación que se apoya demasiado en las búsquedas digitales, ya sea por Internet o usando e-books, está perdiendo conexiones neuronales que son necesarias para la memoria y la concentración.

Pero lo peor no es eso. No tengo dudas de que la mayoría de ustedes conservan libros que los han acompañado desde hace muchos años, posiblemente desde la infancia. Tal vez incluso tengan algunos que fueron de sus padres y de sus abuelos, como es mi caso. Varios de mis libros conservan la firma o las anotaciones al margen que hiciera mi madre, ya fallecida; otros muestran los apuntes que yo misma hice en ellos cuando era niña o adolescente… En mi biblioteca hay libros que tienen casi un siglo. ¿Alguien puede creer que, en este mundo donde cada año el mercado lanza nuevos equipos que obligan a desechar los viejos, alguien podrá conservar un e-book lleno de apuntes y marcas por más de cinco años? Lo dudo. Un e-book es un objeto efímero. Un libro es para siempre.

Un e-book es un objeto efímero. Un libro es para siempre

No sé si el libro de papel desaparecerá pronto o algún día. O si permanecerá como una opción diferente de lectura. No sé tampoco si alguna vez me decidiré a comprar un iPad, aunque sólo sea para cargar con varios libros durante un viaje. Pero espero morir teniendo, como ahora, una biblioteca donde pueda hallar cualquiera de mis libros, de una sola ojeada, sin tener que encender un equipo electrónico. Tal vez sean manías personales, pero mientras escribo me gusta tener cerca los libros que han pasado por las manos de mis padres, de mis abuelos y de la adolescente soñadora que fui en otra época. Es reconfortante tener frente a mí las historias que he aprendido a amar a lo largo de mi vida y que me recuerdan, con solo repasar los títulos y los nombres de sus autores, que estoy en la mejor compañía del mundo.

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