Desde hace tiempo me pregunto por qué se sigue dividiendo la buena literatura en categorías que separan y restan —en lugar de unir y sumar— a sus posibles lectores. Y lo digo porque cada vez encuentro más apasionantes esos libros que llevan el sello de JUVENIL cuando los comparo con otros que son supuestamente para adultos.
Al parecer, uno de los parámetros adoptados por las editoriales es que, si el protagonista de una historia es un adolescente o un joven, ese libro tiene que estar dirigido a un público de edad parecida y clasificado como tal, con lo cual quedará apartado del camino de los adultos, que ni siquiera se molestarán en mirar los estantes etiquetados con rótulos clasificatorios que, de antemano, los discriminan y rechazan.
Este dudoso recurso ha privado a las últimas generaciones de adultos de conocer obras de calidad frecuentemente superior a aquellas que les están destinadas por el mercado, aunque a menudo la propia literatura «para adultos» contiene más tonterías y superficialidades que esa otra supuestamente juvenil.
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