Este fin de semana viví una de esas pequeñas tragedias que forman la vida. Me pregunté por qué tuvo que ocurrir, pues siempre intento encontrar una enseñanza en esos acontecimientos a los que mucha gente, erróneamente, pide explicaciones a Dios, cuando sólo se trata de aprendizajes. Y es bueno hacerlo, porque en ese aprendizaje encontramos la paz espiritual que el mundo a veces nos niega.
Esto fue lo que ocurrió. El sábado por la tarde, cuando salía de visitar a mi hermana, escuché los chillidos lastimeros de un gatito recién nacido. Busqué entre la hierba y allí, como un gusanito lleno de fango y completamente mojado, había un minino casi microscópico, con el cordón umbilical aún colgando de su pancita. Por supuesto, tenía los ojos cerrados y ni siquiera podía hacer sus necesidades. Los gatos recién nacidos son incapaces de eso. Es la madre quien debe lamerlos para estimular el flujo de desechos durante los primeros días. Aun sabiendo eso, me lo llevé a casa porque no tuve corazón para dejarlo allí.
Lo ocurrido durante las horas que pasó conmigo está relatado en mi página de Facebook. Decenas de amigos dejaron sus consejos allí. Mi propia hermana me advirtió lo difícil que era que el animalito sobreviviera si su madre lo había abandonado, posiblemente a propósito. En efecto, a veces las madres saben cuál de sus pequeños no tiene posibilidades de sobrevivir, porque ya vienen enfermos o demasiado débiles. Esa es la única razón por la que a veces los desechan. Pero pensé que quizás este no fuera el caso. Quizás simplemente se había perdido.
Durante la noche, apenas dormí. Tenía que levantarme cada dos horas para alimentarlo. Había comprado leche especial para bebés gatos. El biberón no sirvió. Así es que acudí al tradicional gotero. Después de alimentarlo, tenía que mojar un algodón con agua tibia, exprimirlo bien para que sólo quedara húmedo, y pasarlo suavemente varias veces por sus orificios para que pudiera desahogarse. Luego lo envolvía bien, pero aún así me daba cuenta de que tenía frío. Los gatitos recién nacidos no tienen calor corporal. Dependen de su madre para ello.
Lo coloqué en una caja a los pies de mi cama, pero seguía chillando. A las cuatro de la mañana me lo llevé a la cama, temiendo aplastarlo mientras dormía, porque soy de esas durmientes que da miles de vueltas toda la noche. Pero es evidente que el instinto materno con que nos dota la Naturaleza es sabio. Me había puesto de lado, colocando la toalla donde estaba envuelto junto a mi pecho, para darle calor y para que sintiera los latidos del corazón, porque eso los calma. Cuando abrí los ojos, a las once y media de la mañana, yo estaba en la misma posición en que me había finalmente dormido. ¡No me había movido ni un centímetro!
El día continuó sin incidentes. Sin embargo, por la tarde el comportamiento del gatito comenzó a cambiar. Ya no chillaba como antes ni quería leche. A eso de las ocho de la noche descubrí que estaba dejando manchitas rosadas de saliva sobre la toalla. Sangraba por la boca. Noté también que temblaba espasmódicamente, como si tuviera convulsiones. Me asusté mucho. Calenté en el microondas más paños y lo abrigué más. Traté de alimentarlo otra vez, pero no quería. Un poco angustiada, sin saber qué hacer, me senté frente al televisor unos minutos, con el cajón a un lado. De pronto me levanté como un resorte y me asomé al cajón. No respiraba. Lo toqué y estaba aún tibio. Las patitas y la cabecita se movían como las de un muñeco, pero sin vida. Me di cuenta de que acababa de morir.
No sé por qué me trastorné tanto. Empecé a llorar sin parar. Llamé a mi hermana, pero casi no podía hablar. Como ella me conoce bien, me dijo las cosas necesarias para que me calmara y me pidió que lo sacara de mi vista (yo aún lo tenía cargado mientras hablaba con ella), pero no pude arrojarlo en cualquier sitio.
Esperé a que fuera bien tarde y me metí entre unos matorrales que hay debajo de la ventana de mi dormitorio. Allí hay un árbol que me gusta mucho. Es lo primero que veo cada mañana al asomarme y he establecido una especie de conexión con él. Traté de abrir un hueco a sus pies, con un cuchillo de mesa, pero no me sirvió. Terminé usando las manos y las uñas.
Cuando dejé el gatito en el hueco, no dije ninguna oración. Solo le hablé bajito, como si lo hiciera con un bebé, y me despedí de él. Terminé de apisonar la tierra y le puse un ladrillo encima para marcar el lugar de su tumba y poder enviar mis bendiciones a su pequeña alma, donde quiera que esté, cada vez que abra las cortinas por las mañanas y vea el sitio donde están sus restos.
Mientras estaba allí, echando tierra sobre el cadáver y moqueando de nuevo, se me acercó uno de los gatos a los que les doy comida por las noches. Es un macho gris plata, muy bonito y cariñoso. Vino a olisquear, curioso. Lo rechacé, me sequé las lágrimas y entré. Cuando regresé con su comida, estaba allí esperándome, junto a otro gato negro que antes se mostraba muy arisco, pero que se ha acostumbrado a mí. Les puse la comida en el rincón de siempre, los acaricié y, sintiéndome algo más aliviada, entré.
Me doy cuenta de que esta historia es apenas un grano de arena en medio de la inmensidad de tragedias humanas que ocurren cada día. Pero la presencia de esos dos gatos sirvió para recordarme que la vida continúa, pese a las pérdidas. Y es que mientras acunaba el cadáver del gatito muerto, también recordaba a mi madre, a quien no pude acompañar a su tumba en Cuba, a mis abuelos, a algunos amigos y a los amores a quienes se llevó una muerte temprana. Sin embargo, deberíamos honrar y recordar cada minuto a los que siguen vivos. Comprendí que esa era la enseñanza de esta pequeña tragedia. La vida, después de todo, sigue siendo bella en este plano emocional en que vivimos. Y aunque a veces lo olvidemos, el pequeño milagro de un hocico húmedo y felino puede hacernos recordar que debemos seguir dando todo el amor posible a los seres queridos que aún nos acompañan –ya sean familares, amigos o incluso amistades virtuales– y que también nos aman tan incondicionalmente como gatos sin dueño.
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