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Reflexiones para la Nueva Era

Tree-HappinessNo sé si es que ya me adentro en la madurez, pero lo cierto es que en los últimos años mis prioridades han ido cambiando. Cada día que llega me parece motivo suficiente para llenarme de felicidad. Los miedos y las angustias de la juventud han quedado atrás, borrados por el convencimiento de que cada minuto que uno desperdicia en rumiar antiguos problemas, es un tiempo que se malgasta.

A la pregunta “si tuviera que volver a vivir, ¿haría las cosas de un modo diferente?”, el 99% de las personas responde que no, que volvería a hacer lo mismo; algo que me parece una absoluta tontería, porque quien desea repetir de nuevo sus errores es que no ha aprendido nada. La inmadurez, el medio social o incluso el huracán hormonal de la juventud, hacen que todos hayamos actuado alguna vez de forma irracional o intempestiva. Y es de esperar que, con el paso del tiempo, recapitulemos y nos increpemos por haber actuado así. Lo sensato es reconocer que, por supuesto, uno haría muchas cosas de manera diferente, evitaría hacer algunas que hizo y haría otras que no hizo. Eso significaría que uno ha aprendido un poco durante su existencia.

No reconocer nuestros errores nos impide también perdonar los ajenos. Y quedar atrapado en ese círculo vicioso puede estancarnos en un pozo de emociones nocivas (miedo, odio, rencor). Por eso muchas disciplinas y escuelas espirituales recomiendan sustituir tales emociones por la indiferencia. Quienes lo intentan por primera vez, pueden pensar que se trata de una meta imposible. Al principio se logra durante varios minutos hasta que la emoción negativa regresa. Podemos intentarlo durante meses sin resultado. Un buen día, y sin que nos demos cuenta, descubrimos que la emoción ya no está. Y por más que la busquemos, solo percibiremos un vacío ante los estímulos que antes la provocaban.

Mano-loto

«El resentimiento no se calma con resentimiento. Sólo con amor paciente, deja de existir». Siddharta Gautama Buda

Apreciar el universo donde vivimos ―incluyendo a los seres vivos― constituye una práctica sanadora para la salud mental. Eso incluye dejar atrás los pesares y las animosidades contra otros. No se trata de ignorar las injusticias del mundo, sino saber encauzar de manera creativa cómo resolverlas o minimizarlas sin estancarnos en odios y rencores inútiles.

Como dijo alguien, no somos seres humanos compartiendo experiencias espirituales, sino seres espirituales que compartimos experiencias humanas. Ojalá que el año que comienza sea también el inicio de esa anunciada Nueva Era que podría traer un poco más de armonía y sentido común, si cada uno de nosotros se esforzara por regresar a las raíces de lo que realmente somos.

Buda

«Estamos en este mundo para convivir en armonía. Aquellos que lo entienden, no luchan entre sí». Siddharta Gautama Buda

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Samsara: mucho más que poesía visual

Samsara ―palabra sánscrita que significa “ciclo interminable de la vida”― es el título de un documental que se ha convertido en todo un acontecimiento en las salas de cine del mundo. Filmado durante un período de cinco años en 25 países, carece de narración verbal. Sus palabras son la música que acompaña a las imágenes: cientos de lugares sagrados, zonas de desastre ecológico, paisajes naturales, escenas de la civilización donde las industrias, las zonas residenciales y el entorno socio-cultural transita por todas las gradaciones posibles y se refleja en los impresionantes rostros y actitudes de seres humanos de todas las edades y etnias imaginables. El peso del amor y la tragedia, las coyunturas religiosas y estéticas, desfilan ante nosotros desde una nueva perspectiva.

El director de esta joya cinematográfica es Ron Fricke: un nombre que jamás olvidé después de conocer su trabajo como fotógrafo en Koyaanisqatsi (Life Out of Balance), que vi hace años en la Cinemateca de La Habana. Dirigido por Godfrey Reggio, aquel documental era una tesis ecológica de extraordinaria belleza plástica, basada en las milenarias profecías de los indios hopi.

Ron Fricke y el productor Mark Magidson (el dúo que también realizó el aclamado Baraka) vuelven a unirse en este ambicioso proyecto. Ron Fricke asume no sólo la inigualable fotografía ―a partir de una compleja técnica de altísima definición―, sino que también lo dirige. La construcción y destrucción de un mandala o rueda de la vida, por monjes budistas, es un símbolo espiritual prevalente en este documental que muestra la impermanencia de nuestro mundo y la inútil presencia de los conflictos humanos (étnicos, religiosos o territoriales).

La edición y la música forman parte del discurso cinematográfico y resultan más expresivas que cualquier palabra. En especial, la música compuesta por Michael Stearns, Lisa Gerrard y Marcello De Francisci es una joya que vale la pena escuchar por sí sola. Su fuerza proviene del modo en que fue creada, pues el documental se editó sin ella. Cada compositor trabajó con secuencias enteras de escenas, que formaban un conjunto, para componer lo que les dictaba cada una. Luego los realizadores unieron las diferentes secuencias. El resultado es una fusión sobrecogedora de música e imágenes que se cohesionan en una misma frecuencia emocional.

Samsara deja al espectador en un estado de recogimiento casi místico. No se trata sólo de la exquisita ingravidez de las imágenes, sino de las sensaciones que se van acumulando en nosotros con cada capítulo. Impresiones que transitan desde el terror a la maravilla, nos arrastran en un vuelo lírico y feroz a la vez. Allí está, ante nuestros ojos, la certeza de nuestra propia insignificancia frente a la arrolladora supervivencia de la naturaleza.

Este documental es una rareza fílmica que provoca un estado de éxtasis, como si asistiéramos a una meditación guiada, que nos mantiene en vilo a lo largo de 99 minutos. Su discurso es la épica infinita de la humanidad que, pese a todos sus errores y horrores, también genera una fuente inagotable de espiritualidad.

Algunas preguntas que quizás nunca antes nos habíamos planteado desde cierta perspectiva, brotan irremediablemente evocadas por las imágenes. Y es que Samsara nos obliga a vernos de una manera inédita. Percibimos, como nunca, el ciclo vital de la vida y la muerte que enfrentamos a diario como especie. Comprendemos de modo holístico la vacuidad de una existencia conflictiva que podría conducirnos a la destrucción total o al umbral de lo divino… aunque es obvio que nuestro destino final no importará en el esquema final del universo. En definitiva, como muestran las imágenes, los seres humanos y sus obras no son más que granos de arena en la infinitud del tiempo.

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