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Samsara: mucho más que poesía visual

Samsara ―palabra sánscrita que significa “ciclo interminable de la vida”― es el título de un documental que se ha convertido en todo un acontecimiento en las salas de cine del mundo. Filmado durante un período de cinco años en 25 países, carece de narración verbal. Sus palabras son la música que acompaña a las imágenes: cientos de lugares sagrados, zonas de desastre ecológico, paisajes naturales, escenas de la civilización donde las industrias, las zonas residenciales y el entorno socio-cultural transita por todas las gradaciones posibles y se refleja en los impresionantes rostros y actitudes de seres humanos de todas las edades y etnias imaginables. El peso del amor y la tragedia, las coyunturas religiosas y estéticas, desfilan ante nosotros desde una nueva perspectiva.

El director de esta joya cinematográfica es Ron Fricke: un nombre que jamás olvidé después de conocer su trabajo como fotógrafo en Koyaanisqatsi (Life Out of Balance), que vi hace años en la Cinemateca de La Habana. Dirigido por Godfrey Reggio, aquel documental era una tesis ecológica de extraordinaria belleza plástica, basada en las milenarias profecías de los indios hopi.

Ron Fricke y el productor Mark Magidson (el dúo que también realizó el aclamado Baraka) vuelven a unirse en este ambicioso proyecto. Ron Fricke asume no sólo la inigualable fotografía ―a partir de una compleja técnica de altísima definición―, sino que también lo dirige. La construcción y destrucción de un mandala o rueda de la vida, por monjes budistas, es un símbolo espiritual prevalente en este documental que muestra la impermanencia de nuestro mundo y la inútil presencia de los conflictos humanos (étnicos, religiosos o territoriales).

La edición y la música forman parte del discurso cinematográfico y resultan más expresivas que cualquier palabra. En especial, la música compuesta por Michael Stearns, Lisa Gerrard y Marcello De Francisci es una joya que vale la pena escuchar por sí sola. Su fuerza proviene del modo en que fue creada, pues el documental se editó sin ella. Cada compositor trabajó con secuencias enteras de escenas, que formaban un conjunto, para componer lo que les dictaba cada una. Luego los realizadores unieron las diferentes secuencias. El resultado es una fusión sobrecogedora de música e imágenes que se cohesionan en una misma frecuencia emocional.

Samsara deja al espectador en un estado de recogimiento casi místico. No se trata sólo de la exquisita ingravidez de las imágenes, sino de las sensaciones que se van acumulando en nosotros con cada capítulo. Impresiones que transitan desde el terror a la maravilla, nos arrastran en un vuelo lírico y feroz a la vez. Allí está, ante nuestros ojos, la certeza de nuestra propia insignificancia frente a la arrolladora supervivencia de la naturaleza.

Este documental es una rareza fílmica que provoca un estado de éxtasis, como si asistiéramos a una meditación guiada, que nos mantiene en vilo a lo largo de 99 minutos. Su discurso es la épica infinita de la humanidad que, pese a todos sus errores y horrores, también genera una fuente inagotable de espiritualidad.

Algunas preguntas que quizás nunca antes nos habíamos planteado desde cierta perspectiva, brotan irremediablemente evocadas por las imágenes. Y es que Samsara nos obliga a vernos de una manera inédita. Percibimos, como nunca, el ciclo vital de la vida y la muerte que enfrentamos a diario como especie. Comprendemos de modo holístico la vacuidad de una existencia conflictiva que podría conducirnos a la destrucción total o al umbral de lo divino… aunque es obvio que nuestro destino final no importará en el esquema final del universo. En definitiva, como muestran las imágenes, los seres humanos y sus obras no son más que granos de arena en la infinitud del tiempo.

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Guía Esencial de Lectura en Español

Acaba de salir en Estados Unidos un volumen con el listado de las obras literarias más recomendadas para los lectores de habla hispana. Titulada Essential Guide to Spanish Reading: Librarians’ Selections (Guía Esencial para la Lectura en Español: selecciones de los bibliotecarios), el libro se presentó el pasado junio en California, durante el Congreso de la Asociación de Bibliotecas Norteamericanas (American Library Association Conference), aunque su primera presentación oficial se hizo a principio de junio, en Nueva York, coincidiendo con la feria Book Expo America.

La guía, cuya meta es promover la literatura entre los lectores hispanohablantes, contiene más de 600 títulos en español en las categorías de Literatura/Ficción, Poesía/Teatro, No Ficción, Referencia y Literatura para Niños y Jóvenes. Las obras seleccionadas aparecen acompañadas por una sinopsis evaluativa que ha sido escogida entre todas las enviadas por los bibliotecarios votantes. Esta guía resulta doblemente práctica, porque los libros pueden buscarse por orden alfabético de títulos (páginas 19 a 196) o por orden alfabético de autores (a partir de la página 199), en cuyo caso pueden verse de una vez todos los títulos incluidos de un mismo autor.

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Ha muerto Ray Bradbury, Maestro de Maestros

Acaba de salir la noticia en las redes, y el mundo del arte y la literatura, de la ciencia y la tecnología, de los visionarios y los soñadores más audaces, se visten de luto. Ayer martes 5 de junio, en horas de la noche, según confirmara su hija Alexandra, murió su padre Ray Bradbury, autor de las obras más representativas de la ciencia ficción mundial. Tenía 91 años de edad.

«Su monumental legado vive en sus libros, películas, series de televisión y obras de teatro», dijo su nieto Danny Karapetian. «Pero más importante aún, en las mentes y los corazones de todos los que lo leyeron, porque leerlo era conocerlo. Influyó a tantos artistas, escritores, maestros y científicos, que siempre es conmovedor y reconfortante escuchar esas historias».

Sus dos obras cumbres, Crónicas marcianas y Fahrenheit 451, han quedado como íconos de la imaginación y de la previsión sobre el futuro.

Mi ejemplar de «Crónicas marcianas», que conservo desde la adolescencia.

Crónicas marcianas, publicada en 1950, es un conjunto de relatos que forman el cuerpo de una misma historia. La trama gira en torno a la conquista humana del planeta Marte, donde una pacífica civilización termina siendo un moribundo y fantasmagórico recuerdo, destruida por la avaricia, la banalidad y la incultura de los exploradores. El libro es una denuncia poética contra la intolerancia y la colonización deshumanizada, contra el racismo y la estupidez humana.

Fahrenheit 451, publicado en 1953, retrata una sociedad en la que los libros son prohibidos e incinerados. Es un temible recordatorio de las piras de libros llevadas a cabo por la Inquisición católica, más tarde por los nazis, e incluso hoy por sociedades totalitarias y dictatoriales que siguen prohibiendo y destruyendo  libros «políticamente incorrectos» para sus intereses de control de las masas.

La novela, cuyo título surge de la temperatura a la que arde el papel, también ha resultado ser terriblemente profética. Los personajes se han vuelto adictos a las telenovelas y a la televisión en general, mientras usan unos pequeños audífonos con los que escuchan música y noticias todo el tiempo.

Durante muchos años, Bradbury intentó  evitar que su obra fuera publicada en forma de e-books. En una entrevista al New York Times dijo que los libros electrónicos «olían a combustible quemado» y calificó a Internet de «distracción inútil», añadiendo: «No le veo el sentido, no es real. Es algo que está en el aire».

Bradbury alrededor de los 30 años.

Muchos criticaron su postura anti-tecnológica, algo aparentemente contradictorio para un escritor de ciencia ficción. Pero la explicación es simple: son precisamente escritores como él quienes más han advertido contra el mal uso de las tecnologías que, muchas veces, terminan deshumanizando la sociedad y alejándola de sus orígenes naturales, cuando debería existir un equilibrio entre ambas opciones. No fue sino hasta el año pasado que, convencido por su agente de que los nuevos contratos no aceptarían una reimpresión en papel si no se incluía también la opción del e-book, que aceptó… y supongo que a regañadientes.

Bradbury (4 años)

Con sólo 3 años, ya había decidido ser escritor. Fue un lector compulsivo que siempre reconoció y agradeció otras influencias: «Me enseñó Shakespeare, me enseñó Julio Verne. Edgar Allan Poe me dijo que escribiera. Edgar Rice Burroughs y John Carter de Marte… H. G. Wells y El hombre invisible. Los grandes nombres fueron mi influencia y con ellos nunca necesité más consejo».

Con la muerte de Ray Bradbury, se cierra una época de oro para la ciencia ficción y para toda esa literatura cuyos pilares son la imaginación, la poesía y el humanismo. En un mundo cada día más violento, que pide a gritos una reforma del pensamiento social, económico y político a escala mundial, la impronta de escritores como él, que se rebelaron contra el modus vivendi y denunciaron las inmoralidades sociales y ecológicas del mundo en que vivimos, debería quedar como uno de los senderos rescatables del arte contemporáneo.

De cualquier modo, quienes crecimos leyéndolo y atesorando sus libros, volveremos una y otra vez a sus páginas. Cuando era adolescente, me aprendí de memoria párrafos enteros de sus Crónicas marcianas. Y si alguna vez ocurriera la terrible catástrofe temida por su autor –la desaparición total de los libros– me alegraré de haber seguido el ejemplo de los personajes de Fahrenheit 451, que guardaban en sus memorias bibliotecas completas de obras desaparecidas. Sé que al menos podré sentarme bajo el sol de algún atardecer y recitar de memoria esos pasajes que jamás he olvidado: «Tenían en el planeta Marte, a orillas de un mar seco, una casa con columnas de cristal….»

Poster inspirado en las «Crónicas marcianas», de Ray Bradbury

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En busca de la infancia perdida

hada en librosUna de las cosas que más extraño de mi niñez es esa sensación de deslumbramiento constante que encontraba en los libros. Ya fuera poesía o narrativa, historia o biografía, esas lecturas han marcado quien soy e incluso lo que escribo. Cómo el hombre se hizo gigante, de M. Ilin y E. Segal, podría ser una de las razones que me llevaron a convertir The Origin of Consciousness in the Breakdown of the Bicameral Mind, de Julian Jaynes, en uno de mis libros de cabecera sobre la evolución del cerebro humano y su vínculo con la espiritualidad antigua.

Mi primer libro sobre teoría de la relatividad.

Lecturas como Astronomía Recreativa y Física Recreativa, de Y. I. Perelman, y En el País de las Maravillas, de G. Gamow (que no era precisamente para niños, sino un libro de divulgación científica sobre la teoría de la relatividad que leí decenas de veces porque se me antojaba casi un cuento de hadas), también pudieron ser la causa de que hoy tenga un estante repleto con tomos sobre física cuántica y astrofísica que van desde el paradigmático A Brief History of Time, de Stephen W. Hawking, pasando por In Search of Schrödinger’s Cat, de John Gribbin, y llegando al polémico The Holographic Universe, de Michael Talbot.

Comparto con algunos amigos esa añoranza por los libros que, siendo o no catalogados para niños, nos abrieron tempranamente las puertas a todo un panorama humano y científico, con tintes de magia, al menos para nuestra mirada infantil, deslumbrada ante un universo que empezábamos a descubrir.

Aunque los niños y los jóvenes de hoy siguen leyendo, no estoy muy segura ―a juzgar por lo que veo en las librerías y en Internet― que estén nutriéndose de los autores que más contribuirían a su vocabulario o sus conocimientos. Espero sinceramente estar equivocada. Ojalá muchos lean aún a Alejandro Dumas, Julio Verne, Lewis Carroll, Arthur Conan Doyle, Daniel Defoe, Jack London, Edgar A. Poe, Antoine de Saint-Exupery, Walter Scott, Mark Twain, H.G. Wells, y tantos otros escritores, que nunca cesaron de hechizar a los jóvenes de otras épocas.

Portada de la edición cubana (Editora Juvenil, 1966)

Y en esta lista también incluyo a divulgadores científicos como los ya mencionados, a los que poco o ningún crédito se les da en la formación y desarrollo del intelecto infantil. ¿Quién ha podido olvidar, después de leerlo, un libro como Cazadores de microbios, de Paul de Kruif? ¿O Un paseo por la casa, de M. Ilin, donde uno de enteraba desde las costumbres en la mesa durante la Edad Media hasta la historia secreta, con visos de espionaje, sobre la fabricación del espejo? Debería imponerse la moda de rendir tributo a esos científicos e historiadores que han logrado poner al alcance de los niños todo ese acervo cultural que resulta tan difícil de explicar a los adultos que no tuvieron la suerte de contar con padres o guías que los iniciaran en esas lecturas.

No es de extrañar que mi niñez pasara como un soplo. El tiempo se me iba con la cabeza metida en los libros, soñando con épocas y mundos lejanos, e imaginando qué y cómo pensarían sus personajes. Y a pesar del tiempo transcurrido, no he olvidado a todos esos autores e historias. Recuerdo, por ejemplo, los veinte tomos de la enciclopedia El Tesoro de la Juventud que fui leyendo poco a poco, cada vez que mi padre me llevaba de visita a casa de un tío suyo, quien conservaba aquella edición encuadernada en cuero, de principios de siglo, en el estante inferior de un librero.

Tomo 12 (El Tesoro de la Juventud)

Acostada en el suelo, con las manos apoyadas en la barbilla, iba enterándome de las maravillas de la ciencia y la tecnología que, aunque atrasadas ya para mi época, me cautivaban de igual manera. Pero más que todo me apasionaban los cuentos de hadas, maravillosamente ilustrados con dibujos en sepia al estilo victoriano, que poseían un aire de misterio aún mayor que otras imágenes modernas. Creo que si ahora mismo me dieran la noticia de que esos tomos iban a ser publicados en versión digital, correría a comprarme un tablero de lectura, aunque ya saben los lectores que no soy precisamente fanática de ese soporte.

No he podido evitar que, de un tiempo a esta parte, toda esa nostalgia me haya llevado a reencontrarme con los clásicos de épocas pasadas, incluyendo los que conocí en mi adolescencia. Hace unos meses volví a leer Crimen y castigo, de F. Dostoyevski, que salvo unas pocas descripciones que hoy me parecen prescindibles, disfruté de nuevo. También he repasado varias obras de Shakespeare y algunos clásicos de la ciencia ficción (Ray Bradbury, Isaac Asímov, Theodore Sturgeon, Ursula K. LeGuin) que no había leído en años.

La semana pasada leí por primera vez Naná, la única novela de Emile Zola, que se me pasó entre todas las obras de este autor que se publicaron en Cuba… de lo que me alegro, porque he podido regalarme una lectura inédita y mil veces más placentera que la que me han proporcionado unos cuantos best-sellers modernos. He saboreado esas descripciones de ambientes, dibujadas con un vocabulario coloridamente decimonono, de voluptuosidad opulenta y casi rubensiana. Ha sido una delicia recuperar giros y vocablos (que hoy se han esfumado del español), gracias a una excelente traducción, como las que abundaban en los años 30, 40 y 50 del siglo pasado, que contrasta con las penosas traducciones que se realizan en la actualidad, donde el vocabulario de traductores y editores ―salvo excepciones― compite con la pobreza del habla contemporánea.

Podría parecer extraño que haya mencionado ciertos títulos y autores en una reflexión sobre las lecturas de la infancia, pero fueron precisamente los clásicos infantiles los que me llevaron luego a otros más complejos. Las lecturas de la niñez son tan definitivas como los primeros cinco años de nuestras vidas. Sin ellas, difícilmente llegaremos a disfrutar luego con aquellos libros que más tarde nos mostrarán las infinitas facetas de la cultura y la lengua.

Los clásicos permanecen, aguardando quizás por nuevos lectores que prefieran ignorar esas repetitivas y predecibles historias que hoy se exponen en tantas librerías, y quieran internarse en los antiguos volúmenes que relatan conmovedoras tragedias y tramas capaces de iluminar el espíritu más apagado.

La doncella de Orleans llevada prisionera por los ingleses
(imagen tomada de la enciclopedia El Tesoro de la Juventud)

Por mi parte, planeo seguir reencontrándome con los clásicos ―ya tengo en fila algunos tomos de Benito Pérez Galdós―, no solo para recordar otros ambientes y modos de ver la vida, sino también para recorrer nuevamente regiones casi olvidadas de nuestro idioma, cada día más pobre y más necesitado de una antigua y heredada sabiduría.

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Enciclopedia Británica deja de editarse en papel

Acabo de enterarme que la famosa y casi mítica Enciclopedia Británica, el non plus ultra de la información académica y confiable durante 224 años, dejará de publicar sus voluminosos tomos en papel. La última edición impresa fue en 2010, con 32 tomos. En lo adelante, los interesados en consultarla podrán hacerlo en su nuevo sitio Web.

Su modo de uso recuerda el formato de Wikipedia, aunque sus editores afirman que la diferencia está en que la confiabilidad de la Británica es superior. El único inconveniente es que para tener acceso completo habrá que pagar 69.95 dólares al año. La actualización de contenidos será cada dos semanas.

La edición online de la Enciclopedia Británica tiene miles de artículos que no figuraban en la edición impresa. Habrá un listado de referencias y enlaces a otros lugares de Internet que serán seleccionados y revisados por los editores y dará acceso a artículos de las revistas más importantes y a datos estadísticos actualizados sobre cada país del mundo, así como acceso al diccionario Merriam-Webster, con más de 225.000 entradas. Por último, la nueva Británica online permitirá ver imágenes de multimedia como vídeos, audios y gráficos interactivos –algo de lo que carecía la edición tradicional.

Esta capacidad de ofrecer información a través de Internet es una de las grandes ventajas de la era digital. Y aunque en un artículo anterior (¿Por qué no me gustan los e-books?) había expresado mi preferencia por los libros de papel, en el caso de los portales para consultar datos prefiero la información digitalizada. Es un ahorro de papel, espacio y tiempo considerables.

Ahora bien, no sé cuánta gente esté dispuesta a pagar por esa suscripción anual. No es mucho dinero, pero dadas las condiciones económicas de buena parte del mundo, no me parece que –excepto instituciones o unos pocos centenares o miles de individuos– muchos se sumen a esa opción. Espero que, en un futuro, el portal decida admitir anunciantes que costeen el sitio y obtengan de ese modo las ganancias apropiadas para mantenerlo. Con la cantidad de visitantes que tendrán, sospecho que no sería difícil conseguirlo. Sería la solución ideal para que los lectores no tuviéramos que pagar por acceder a sus páginas.

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