
Parte de las viejas Murallas de Jerusalén, vistas desde un puente para peatones. (© Foto de la autora)
Israel es un país donde el tiempo desaparece. Los saltos del presente al pasado –y al revés– ocurren sin que exista siquiera una zona intermedia entre ambos. Podemos estar en un vehículo con aire acondicionado y wi-fi, transitando por una autopista, para de pronto bajarnos en medio de las ruinas de Capernaum, junto al mar de Galilea, y ver las mismas calles por donde predicó Jesús.
Y si tenemos suerte, hasta podríamos imaginar que vislumbramos el posible futuro de ese impredescible lugar. Al menos tuve esa impresión cuando visité el Parque Industrial de Barkan, en la región de Samaria: un ejemplo de que los israelíes y los palestinos pueden trabajar y coexistir en paz.
Ni tan tirios ni tan troyanos.
¿Recuerdan aquella frase sobre “tirios y troyanos” para representar a facciones enemigas irreconciliables? Esa era la idea que yo tenía sobre lo que eran las relaciones entre árabes y judíos. Este viaje me sirvió para confirmar que la prensa internacional suele ofrecer una visión bastante sesgada sobre la situación en que vive Israel. Para empezar, por sus calles pasean judíos y musulmanes, árabes e israelitas, sin que ocurra una hecatombe.
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