Es una epidemia. Y no se trata del coronavirus, sino de algo peor. La aprovechan los políticos, las campañas publicitarias, las personas a favor o en contra de cualquier causa (tierra plana, antivacunas, y otras idioteces parecidas). Sus portadores somos los ciudadanos del mundo industrializado que contamos con acceso libre a las redes, los de mayor poder económico en todos los continentes –aunque muchos se consideren pobres y explotados– porque transmitir el virus de la desinformación no está al alcance de ninguna tribu del Amazonas, ni de los aimaras o los uros que viven aislados en las alturas andinas, ni de los Masai que pastorean sus cabras en la estepa africana. Ninguno de ellos tiene acceso cotidiano a la tecnología para difundir bulos o noticias falsas.
Lo peor es que los ciudadanos más cultos y civilizados (y espero que capten la ironía) son sus transmisores voluntarios. Apretamos alegremente un dedo y, ¡pum!, ya está, compartimos el dato, el rumor, el chisme o el reporte que todos esperábamos o temíamos: «Lluvias torrenciales apagan los incendios en Australia». Y todos gritan de alegría y elevan loas al Señor. Sí, porque los individuos mejor intencionados son los primeros en compartir esa clase de información. No son los únicos, claro.
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